domingo, 27 de abril de 2008

Cuatro perras noches - Por Virginia Feinmann


El libro es lindo por donde se lo mire. Las tapas negras, los sombreados, ilustraciones originales y una letra delicada prometen desde un primer momento calidad. Y eso es lo que encontramos, de la página 001 hasta la 120 (porque así están numeradas las hojas y esto también conspira para la rara belleza del ejemplar).
Cuatro perras noches, título sugerente que no tiene relación directa con los relatos que lo componen y que insinúa algún código interno entre sus jóvenes autores, reúne tres cuentos de Pablo Black, Mariano Quirós y Germán Parmetler, además de las ilustraciones (en las que sí puede advertirse la conexión canina) de Luciano Acosta.
El primero de ellos, “Jean-Jacques Hergé”, de Black, es, para comenzar, un texto en el que el idioma español y la ironía se usan con tanta fineza que deleitan y mueven a uno a leer párrafos en voz alta en medio del living vacío. Sumado a ello están los protagonistas de la aventura, personajes excéntricos y originalísimos cada uno, pero tan reales, tan vívidos, que permanecerán paseándose en los pensamientos del lector durante mucho tiempo después de cerrado el libro. Sí, sí, ya se verá usted como yo, un día cualquiera, esperando el 53 para ir a Plaza Flores y murmurando “¿pero por qué, Jean-Jaques, por qué?”. Black transita la aventura y la tragedia con un buen manejo del suspenso y los tiempos, y escapa de modo admirable a ciertos lugares comunes o desenlaces esperados (con un personaje gay, por ejemplo, que no por eso es acosador ni promiscuo ni enfermizo ni venenoso y cuya elección sexual no tiene en verdad ninguna implicancia en la historia).
Pasamos luego a “Contigo dos vidas”, de Mariano Quirós, que aporta una bienvenida cuota de humor y frescura a la compilación. La aparente falta de esfuerzo y naturalidad con que el autor cuenta una película vista por cable (cuando en verdad por detrás hay una enorme y logradísima técnica) generan el clima distendido de la charla sin importancia de tres amigos que beben en una noche cualquiera. Además, la narración hecha prácticamente en tiempo real (son 17 páginas de película) transmite una sensación que podríamos comparar, por ejemplo, con las sobremesas de Fontanarrosa en El Cairo; noches en las que, si abunda la bebida y hay alguien que acompañe o mínimamente escuche, un evento cualquiera puede ser comentado con el mayor de los detenimientos. La risa y la intriga que va provocando el relato llevan a creer por momentos que se trata de una película realmente graciosa, cuando en verdad –y no la he visto, pero puedo asegurarlo - eso se debe muchísimo menos a los hechos de la película que a la narración que se hace de ellos. Con lo que podemos afirmar sin temor a ser refutados que, a la manera de una adaptación a la inversa, “Contigo dos vidas”-cuento ha superado infinitamente a “Contigo dos vidas”-película.
Cierra el libro Germán Parmetler, con “Los paraísos”, un relato de profundidad inmensa, emotivo, plagado de talento y verdad en cada línea. En versión vernácula de la inolvidable Judy Jones de Scott Fitzgerald encontramos a Valeria, una composición impecable, una personalidad arrolladora que con cada cambio de ánimo sacude el alma de nuestro héroe enamorado. A través de las distintas estaciones, recorriendo kilómetros para unir Lagunas con General Baigorria (y entre diálogos elaborados con verdadera maestría) acompañamos al protagonista en sus intentos porque Valeria no se aleje de él. Y aunque las veleidades de la joven pueden llevar a muchos a endilgarle “the H word” (histeria) tan ligeramente endilgada a cualquier mujer, “Los paraísos” en realidad nos trae una situación más bien común, una tragedia eterna, la de aquellas parejas (¿todas?) en las que, simplemente, uno ama más que el otro, situación que no por común es menos dolorosa pero en la que nadie en verdad tiene la culpa, pues tampoco quien no puede alcanzar la altura del amor del otro disfruta con ello (y Valeria ciertamente no lo hace). Pero quizás el mayor logro del cuento sea el camino, el proceso. La certeza de que a los dolores es necesario transitarlos, y que en ese tránsito (y en ese transirse por el dolor), en agotar todos los intentos y las posibilidades y no negarle una sola lágrima a la experiencia, se está gestando la misma posibilidad de renacer.