lunes, 19 de julio de 2010

La igualdad y la pasión según Margarita Belén


Por Jorge Giles


La historia danza la más maravillosa de sus músicas, y el pueblo está de fiesta. La democracia se profundiza al compás de la igualdad, mientras somos un poquitín más libres desde la sanción de la ley del matrimonio igualitario.
No hay sensación de vértigo, sino apenas una brisa que despeina y alborota los sentidos. Es así de sereno, porque el modelo de desarrollo en curso tiene los tientos más firmes que nunca.
Los demonios se desvanecen en su propio azufre. Sin darnos cuenta, estamos inaugurando y protagonizando una nueva etapa en la cultura de esta nación.
Enhorabuena que sea así.
Mientras Baltazar Garzón se llena de afectos en la ex ESMA y en la AMIA, residencias de nuestros mayores dolores, se juzga en Resistencia, Chaco, el asesinato a mansalva de una treintena de militantes peronistas presos durante la dictadura.
Hablamos hoy desde este lugar, recordando al juez español que mantuvo viva esta causa durante los años en que el modelo neoliberal amenazaba con sepultarnos en el olvido con sus leyes de impunidad.
Junto a Marcela Bordenave y al Maestro Alfredo Bravo fuimos hasta sus orillas en aquellos tiempos oscuros a pedirle solidaridad. Y vaya si fue solidario con la memoria popular.
No son pocos los que sufrieron las estaciones del calvario que precedió a la matanza de aquel 13 de diciembre de 1976 en las afueras de un pueblo chaqueño llamado Margarita Belén y hoy dan su testimonio.
No esconden sus temores ni sus dolores en la tibia comodidad de un olvido miserable.
Con el ala herida, vuelan sobre las ausencias y testimonian hasta donde pueden.
Estar allí, frente a los asesinos de tantos compañeros, es ponerse a prueba con uno mismo. Es decir y decirme que no quiero ser la imagen de mi propio dolor.
Detrás del dolor, el dolor.
A esa sensación remite testimoniar en un Juicio Oral frente a los genocidas. No ser preso del dolor eterno, es el desafío.
Del odio, hace rato que escapamos.
Hay que seguir viviendo, nos dicen los muertos desde algún misterio.
Es necesario no ponerle adjetivos a la memoria, por eso el primer sustantivo es el relato de la propia muerte. Después, traer esa muerte al presente. Desenterrarla, tocarla con las yemas de los dedos, acariciarla, refrescar la frente del compañero y su martirio, hablarle al oído y decirle “estoy acá”, como queriendo decir un imposible.
Me siento en el lugar que corresponde al testigo y la imagen que veo es la del cura Brisaboa, capellán de la U7, hablando de su Dios, del martirio de Jesús, de escucharlo decir con voz temblorosa, delante de los guardias, que “han matado al Obispo Angelelli aunque la dictadura diga lo contrario”.
Y Brisaboa se convierte en Jesús y entonces los presos lloran con él en una misa de dolor compartido. Si pudiera, el cura de los calabozos estaría celebrando misa al aire libre con su hermano de fe sancionado en Córdoba.
Los viejos halcones de la guerra no son más que viejos bravucones llenos de odio. Si ayer quebraban huesos en las salas de tormentos, hoy pretenden quebrar la voluntad con la mirada hiriente.
Los ex presos de la dictadura que declaran tienen canciones en los labios. Y las dicen con ternura en nombre de los muertos.
Fernando Piérola, uno de los masacrados, reía cuando una compañera presa le cantaba, o él creía que le cantaba, “Escríbeme con tintas de violetas en un papel de amor color ausencia…”
La marchita tronó en la cárcel el día que los sacaron. Y la cantamos todos, peronistas y no.
Y el Flaco no se va, y el Flaco no se va… Pero Néstor Sala se fue.
Lo arrancaron de un tirón de nuestras manos.
En el Juicio, los muertos no regresan en rencores sino en amor y poesía. Aunque la sangre se subleva buscando a Patteta, el que dicen que tiró el escopetazo final contra el cuerpo herido de mi hermano, el Flaco. Quiero saber quién es. Y por fin lo encuentro. Es el lado oscuro de la belleza humana. Es su negación. Es mi vergüenza de ser parte de la misma especie. No me cabe entender tanta maldad.
Rindo mi homenaje al guardia aquel que arriesgando su vida me alcanzó un papel con los nombres de los que iban a ser trasladados hacia la muerte.
Y pregunto a los jueces: “¿Y los demás civiles donde están? ¿Dónde los que fueron socios de estos uniformados de ayer? ¿Quién escribió los fallos, los decretos-ley, los bandos militares, los expedientes, los partes de prensa, los archivos, los pases de entrada y salida? ¿O querrán que creamos que fueron todos militares? ¿Quiénes fueron los jueces y los fiscales y los secretarios y los pinches de todos?”
Es preciso hacer justicia para la liberación definitiva de la palabra. Y para lograrlo, anhelo que el Tribunal convoque a todas las personas que tengan algo para decir. No sólo por obligación moral, sino por igualdad ante la ley.
Hay que ir a fondo, ahora que podemos. Lo digo. Lo espero.
Y por que los muertos en Margarita Belén merecen que honremos las últimas palabras del Flaco Sala cuando lo alzamos así, mírenme, así, entre los brazos y nos dijo:
“Compañeros, se que nos sacan para matarnos…Pero quiero que sepan que moriré de pie, peleando como pueda, a los mordiscones si estoy atado. Todos los que hoy nos sacan de la cárcel, los que están aquí adentro y los que esperan afuera, son culpables ante la historia, culpables de la miseria del pueblo y culpables de nuestras muertes. Sólo quiero pedirles que cuenten de esta matanza a mis hijos cuando ellos tengan edad de entender que pasó en la Argentina de estos años y a mi compañera cuando puedan verla…de nada vale este sacrificio nuestro si ustedes no siguen peleando por mantener viva la memoria popular; por eso, cuéntenle a nuestro pueblo porqué nos asesinan y porqué decidimos morir de pie… ¡Libres o Muertos, Jamás Esclavos!”
Estas palabras fusiladas, con los dedos en V, volvieron a vivir entre las paredes del Tribunal que juzga a los genocidas. Y esta vez, todos escucharon.
Los criminales también.